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domingo, 8 de enero de 2012

LA CALLE DEL KIOSKO





LA CALLE DEL KIOSKO







La calle del kiosco (Sierra Vieja y Plaza de Ayllón)








      Paso a través de una malla que me ciega los ojos, pero se impregna tanto de mi mirada, que acaba ésta siendo de su color. Tiempo a través, trozo por hilo, algunas veces se me puede olvidar que ella es la tela y ésta soy yo.

La calle del kiosko era una de día y era otra la noche de los domingos. Cuando era el día, era la calle de todos los días, un tramo más del recorrido que hacíamos 4 veces. Uno
 de sus puntos eran los kikos, las bolsitas con maíz tostado que vendían en ese kiosko y que representaban todo el poder adquisitivo del que podíamos presumir. Miles de horas se sellaron con bolsas pequeñas que contenían maíz, y hoy, ante la imposibilidad de que despierten de su letargo, se concentran en ellas lealtad, juventud y pasión. Y nombres, un nombre propio igual puede ser un hallazgo que un terraplén bajo el que se construyeron casas, años, libros, distancias, canciones y laberintos. En el mismo lugar y sin farolas, más que el azul del recuerdo, las últimas bocanadas de libertad se llamaron domingo. Domingo al anochecer como si se pudiera extraer tiempo y color del arte de los relojes; domingo en horizontal y eran palabras, montones de palabras con lo que se hace una casa, si se cierran las puertas, se enciende una luz en la ventana y se empieza a soñar.

Fueron algunos, los de la esquina que volteaba el kiosko, a los que no les podría poner bolsas colgando de las manos ni nº de autobús y ni siquiera de qué credibilidad gozan hoy, los que contienen algo eterno e insoslayable que les da la vuelta. Y menos todavía les podría considerar importantes, salvo porque se encaminaban hacia el después, siempre después de todas las tormentas de cada uno de los veranos.
















miércoles, 4 de enero de 2012

LA ESTUFA




LA ESTUFA












      Voy con el lapicero corrigiendo cuanto se quiso omitir, cuánto duraba más y se coló como por las espaldas sin que nadie lo hubiese podido representar y acaso es ahora cuando se representa. Así se llamaba: LA ESTUFA pero era tan accesorio como su nombre, el bar. Y seguro que estaba allí para ser invisible, se necesitan lugares como él, imprescindibles para que bajen los porches a media asta, para escuchar el maullido de un gato desde otra esquina y la calle nupcial no sea así tan grande, tan solitaria, tan oscura que te abandona ella también a ti, luego, mientras no dejas de pasar siendo ella misma, tan desaparecida, evanescencia pura, arte de desaparecer una vez y otra vez todos los días. Un mismo día y reducido al giro de cada esquina, así éramos, gato tras gato, no llegar nunca ni todavía, ahora, después, arriba donde duelen los ojos de mirar a la luna y era allí abajo, todo es un ir y entretenerse con los ladrillos como una sombra en los ojos enamorados, nadie pregunta.

Por eso son necesarias las cosas clavadas como montañas por donde pasa la vista tan en silencio que no las ves, profundamente largas, interminables y nada más el ramillete de luz se echa a volar y rompe todos los vidrios.